El nacimiento y la construcción de lo que hoy conocemos como la ciencia formal por supuesto que no estuvieron ajenos al pensamiento misógino de sus fundadores. En este sentido, el campo de la neurociencia estuvo por años más interesado en encontrar cuáles eran las diferencias entre el cerebro femenino y el masculino, y sobre todo explicar cuáles eran las razones de la inferioridad del femenino.

Rippon, en El género y nuestros cerebros (2019), explica que el llamado “cerebro femenino” “ha soportado durante siglos ser calificado de demasiado pequeño, subdesarrollado, evolutivamente inferior, mal organizado y, en general, defectuoso. Se le ha humillado todavía más al considerarlo la causa de la inferioridad, la vulnerabilidad, la inestabilidad emocional y la ineptitud científica de las mujeres, es decir, de que sean incapaces de asumir cualquier tipo de responsabilidad, poder o grandeza”.

Por supuesto, la medida que se utilizaba para contrastar esto eran las medidas masculinas como valor del orden de la eficiencia y superioridad. Si el cerebro de un hombre, por ejemplo, tenía mayor tamaño, se deducía que era un cerebro superior que el femenino, que era de un tamaño inferior. Bastaba con diseccionar un cadáver para inferir erradamente y sin ningún sustento que el peso y el tamaño del cerebro estaban asociados a más y mejores capacidades. El prejuicio anterior, la concepción previa que estos científicos tenían per se de las mujeres, forzaba la creencia-errada- y buscaba confirmarla.

En el mismo sentido, por ejemplo, la ciencia acuñó el concepto de “síndrome premenstrual” durante la década de 1930. El “síndrome” buscaba explicar que, dado que las mujeres tenían arrebatos psicofisiológicos temperamentales” no eran buenas para liderar.

Aún hoy el concepto se utiliza para desacreditar la palabra o el sentir de una mujer con frases como: “¿Estás en esos días especiales?” o “Seguro que le vino”. Rippon explica que, no obstante, existen comportamientos que pueden deberse a una respuesta psicosomática de saber o pensar que estamos en el período del “síndrome premenstrual”. De hecho, un estudio realizado en la Universidad de Princeton buscó medir esto diciéndoles a varias mujeres que estaban en un momento de su ciclo menstrual diferente al que ellas creían. Después, se les pidió que completaran un cuestionario sobre varios elementos asociados al síndrome premenstrual.

El estudio descubrió que las mujeres a las que se les dijo que estaban en la fase premenstrual dijeron tener síntomas premenstruales no estando en esa etapa del ciclo. Así, el estudio puso en evidencia la idea de que nuestro comportamiento muchas veces está supeditado a lo que consideramos previamente que debe suceder.

La ciencia ha sido tan misógina al explicar de forma negativa las diferencias entre hombres y mujeres que Rippon señala que la herramienta estándar de la medicina para medir el síndrome premenstrual se llama “Cuestionario de angustia menstrual de Moos”, obviando que en el proceso ovulatorio hay etapas de euforia y agudeza cognitiva no tenidos en cuenta por la ciencia dada la creencia previa de que nosotras somos más emocionales (como característica negativa). Es decir, la ciencia ha profundizado en el estudio de las variaciones hormonales durante la menstruación enfocada en los aspectos negativos que acarrea y no en los beneficios, sencillamente porque o nunca pensaron que por menstruar podría suceder algo bueno en nuestros cuerpos, o porque han descreído durante siglos de la agudeza cognitiva de las mujeres.

Rippon lo expresa con contundencia: “un mundo sexista produce un cerebro sexista”. Es decir, el cerebro genera comportamientos que se ejecutan por los aprendizajes sociales y su correspondiente sugestión, como acabamos de ver en el caso del llamado síndrome premenstrual.

Pese a los esfuerzos científicos en tratar de explicar una biología diferencial, lo que se ha encontrado es que los cerebros de las personas son similares entre sí sin importar si son hombres o mujeres, y que no hay algo así como agrupaciones a priori del funcionamiento cognitivo que determinen el sexo de un cerebro. Incluso cuando tratamos de categorizar a los cerebros en femenino o masculino, para plasmar una correlación con otros sistemas físicos y el funcionamiento de los órganos sexuales, tampoco se encuentra necesariamente una relación expresamente binaria que nos pueda decir que las mujeres son más sensibles y los varones más calculadores por algún tipo de influencia biológica, por ejemplo.

Volviendo al concepto de cerebro social, este es fundamental para entender por qué tomamos las decisiones que tomamos y cómo nos sentimos al respecto: el cerebro responde con mayor fidelidad a la información que absorbe del entorno antes que a una supuesta independencia de lo que podamos construir por fuera de la cultura. Los diversos estudios relacionados con la neuroplasticidad del cerebro revelan que su funcionamiento es como el de un navegador predictivo: “La naturaleza plástica y cambiable de nuestro cerebro indica que no es solo un procesador de información más bien pasivo (aunque muy eficiente), sino que está reaccionando y adaptándose constantemente a las enormes piezas de información que recibe cada día; hoy vemos al cerebro como un sistema de orientación proactivo, que genera continuamente predicciones sobre lo que puede pasar a continuación en nuestros mundos (lo que en el sector se conoce como “establecer un antecedente”)”, escribe Rippon.

De esta forma, el poder de “codificación predictiva” de nuestro cerebro no solo se aplica a las imágenes, los sonidos y los movimientos más elementales, sino que también nos permite relacionarnos con procesos de alto nivel, como el lenguaje, el arte, la música y el humor; además de las reglas de comportamiento social, a menudo ocultas, de forma que sostiene nuestra capacidad de predecir las acciones e intenciones de otras personas e interpretar, en consecuencia, su comportamiento.

Atajos mentales

El cerebro necesita procesar información, contrastarla y resolver sus tensiones. El cerebro predictivo se comporta de una manera que defino como economía biológica, y nos permite básicamente, entre otras actividades, disminuir el arduo proceso cognitivo que nos significaría conceptualizar todo, y por consiguiente, adaptarnos mejor al entorno social.

Probablemente la descripción más específica para entender qué son los estereotipos sea el concepto de atajo o proceso donde el cerebro trata de resumir la información a la que está expuesto. Estereotipamos para agrupar y lo hacemos todas y todos. Por ejemplo, si yo digo que soy argentina, seguramente muchas de mis lectoras que no lo son tendrán en su cabeza una idea preconcebida de cómo debo ser en función de mi nacionalidad. Si vemos vestida a una mujer de traje o con una minifalda floreada, también construiremos en nuestra cabeza una imagen diferente de su personalidad a priori de conocerla. Si desde que nacemos vemos pocas mujeres manejando camiones, y muchos hombres en obras de construcción, también generaremos categorías sobre, por ejemplo, las distintas funciones laborales en relación con el sexo de las personas.

En marzo de 2022, la agencia de publicidad CPB Londres, en el contexto del Día de la Mujer, divulgó los datos arrojados por un estudio realizado con niños y niñas de 5 a 11 años de edad, donde advierte sobre los prejuicios de género emparentados con el universo del trabajo.

En este sentido, prejuicio y estereotipo aquí funcionan como sinónimos, aunque desde lo netamente conceptual el estereotipo es la categoría donde ubicamos el concepto, y el prejuicio, la valoración de ese concepto, que puede ser positiva o negativa. Por ejemplo, si por los estereotipos considero que una mujer debe vestirse de determinada manera, los prejuicios- que en general se utilizan como los aspectos negativos del estereotipo- determinarán concepciones peyorativas hacia la mujer que no cumpla con el estereotipo, ya que no se viste dadas mis expectativas personales, que en mayor medida están moldeadas por las expectativas sociales aprendidas a lo largo de la vida.

Retomando el estudio, allí el 39% de las niñas y niños expresaron que su madre era la persona que esperaban que se quede en la casa a cuidarlos y a desarrollar las tareas diarias domésticas, y el 38% consideraba que su papá tenía que trabajar fuera del hogar. El estudio, que era más exhaustivo, encontró que el 45% de los niños tenían pleno convencimiento de que las enfermeras son siempre mujeres. En esta misma línea, el 60% de los niños creía que los oficios de electricista o plomero/fontanero son profesiones de hombres y el 46% consideró que los hombres son, en términos generales, mejores ingenieros que las mujeres.

Esta investigación derivó en una campaña de concientización denominada “Imagine”, y en lugares específicos del Reino Unido ubicaron pósters realmente notorios con frases como: “imagina a una persona que es CEO. ¿Viste a un hombre, verdad?”. También había otros carteles como: “Imagina a una persona llorando en una oficina. ¿Pensaste en una mujer?” Sin duda, los estereotipos y sus valoraciones son el punto neurálgico desde donde se deben transformar los cambios sociales.

En otro ejemplo, la firma Lego, junto con el Instituto Geena Davis, descubrió algo muy interesante respecto al comportamiento de los niños varones. En general se suele hablar, e incluso investigar, sobre la falta de confianza en las niñas, o sobre por qué ellas no se ven interesadas por los juegos sobre mecánica, ingeniería, etc. Pero lo que aquí se buscó saber era cómo se sentían los varones cuando ellos tenían que interactuar con juguetes asociados a las niñas.

El estudio encontró que el 71% de los niños temía que se burlaran de ellos si jugaban con lo que describieron como “juguetes para niñas”, una preocupación que compartían también sus padres y madres. El análisis encontró que las niñas tenían cinco veces más probabilidades de ser alentadas a bailar o disfrazarse que los niños cuando se trataba de jugar, y tres veces más probabilidades de que las alentaran a hornear, mientras que a los niños se los animaba a hacer deportes o realizar actividades ligadas con la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas.

En la encuesta, el 82% de las niñas dijo que estaba bien que las niñas jugaran al fútbol y que los niños practicaran ballet. En comparación con el 71% de los niños. Entre los padres y madres encuestados, el 89% dijo que era más probable que pensara en los ingenieros como hombres que como mujeres, mientras que el 85% dijo que pensaba en los científicos y atletas como hombres.

Las consecuencias de este estudio dieron un giro radical en las decisiones comerciales de la empresa Lego. Cambiaron su packaking y dejaron de etiquetar sus juguetes dividiendo en “para niña” o “par niño”, diversificaron sus gamas de colores e inhabilitaron en su sitio web la posibilidad de buscar por género.

 Profundizar en las niñas y niños y cómo viven la desigualdad nos da un pantallazo de los cambios sociales que se necesitan. A raíz de los diferentes movimientos sociales que han promovido la igualdad, las compañías productoras de contenidos más importantes han desarrollado una narrativa orientada a la fortaleza de las niñas y mujeres, a hablar de empoderamiento explicándonos que podemos “hacer lo que queramos” y que “nosotras movemos al mundo”. Es decir, nos dan socialmente una palmadita en la espalda porque parece que tiene que comunicarnos que somos fuertes.

Hoy día existen campañas publicitarias de “ruptura” de estereotipos con niñas jugando al fútbol, mujeres con sombrero de ingenieras y overol con herramientas. Pero, mientras tanto, los niños no son convocados en ellas a ponerse las medias de ballets ni a jugar con muñecas, y menos a pintarse sus rostros. Tampoco los vemos con juguetes de cocina, ni con bebés.

La respuesta de por qué estos discursos hablan de cambio social pero siguen sin intervenir a los varones radica en el componente afectivo/emocional del estereotipo. Aún se considera que las cuestiones orientadas al mal llamado universo femenino carecen de fuerza y de relevancia social, y la sola intervención de los niños y varones en lo que se considera como feminizado los haría quebrar la tan ponderada masculinidad.

El problema de los estereotipos que tenemos arraigados son sus aspectos sobre todo valorativos. El valor que le doy a una creencia que acepto como verdad buscará ser reforzado constantemente. Si sigo creyendo que la masculinidad tiene más importancia, que es más valorada para aquellas cuestiones del orden del ingenio, y básicamente la tomo como unidad de medida de lo que tiene prestigio y credibilidad social, es muy probable que, cuando quiera hablar de cómo trabajar en la igualdad de las mujeres, lo que les esté pidiendo es que “tengan una mejor vida, sean como un hombre”.

Siempre recuerdo la anécdota que mi mamá me contó una vez sobre lo que la conquistó de mi papá, y fue que la halagó diciéndole: “Pensás como un hombre”. Recuerdo también las veces que me lo han dicho cuando jugaba a los videojuegos. Por supuesto, ambas nos hemos sentido apreciadas porque la carga valorativa positiva que tenía- y que tiene aún hoy- ser un hombre nos convoca. La masculinidad aún hoy oficia como unidad de medida de la creación de estereotipos que están cargados de emociones altamente valorativas; en contraposición, lo que se considera femenino sigue viéndose como algo de rango inferior.

El pensamiento prediseñado

Los estereotipos son estructuras a priori que conceptualizan la información que el cerebro necesita para su funcionamiento predictivo, logrando una creencia generalizadora y socialmente construida. En el caso de los estereotipos de género, elaboran las pautas de cómo deberían comportarse los hombres y las mujeres. Los estereotipos de género están tan arraigados que terminamos utilizándolos para hablar “en nombre de la verdad”.

Para que la información que recibimos del exterior pueda ser congruente con ese estereotipo, es decir, refuerce esa creencia, lo que hacemos es recortarla, sesgarla. De esta forma, solo tomamos del exterior lo que nos sirve para justificar esa creencia preestablecida. A este recorte de información llamamos sesgo.

Básicamente, todas las decisiones que tomamos están determinadas por los distintos sesgos que construimos. El sesgo es como una especie de “curaduría personal y social” que hacemos a la hora de procesar nuestra absorción de conocimiento. En este proceso de economía mental de la que hablamos sobre el cerebro predictivo, el sesgo nos permite seguir reforzando los estereotipos para no caer en disonancia, en tensión.

Dentro del universo de los sesgos, es importante entender los, que son un efecto psicológico que producimos de forma personal para recortar y categorizar la información que recibimos. El sesgo es un recorte, el anteojo que enmarca la información externa o la que traemos de forma interna y da como resultado una reflexión, un pensamiento o una decisión. Esto quiere decir que el cerebro busca información para confirmar su creencia pero, además, deja información por fuera a la que no le presta atención.

Los sesgos cognitivos producen una distorsión e interpretación poco acabada de lo que creemos comprender y definir, y lo más preocupante es que el resultado de ese proceso mental que hacemos sesgado, de esa reflexión, suele estar errado y reproduce los estereotipos sociales en los que fuimos educadas y educados. Por ejemplo, si socialmente se cree que las mujeres son más emocionales y menos asertivas para liderar (el estereotipo a priori), cuando tenga que hacer una búsqueda laboral la haré de forma sesgada, y cualquier esa que ocurra- como por ejemplo que a mi entrevistada se le caiga una lapicera durante la entrevista- buscará revalidar ese sesgo. A esto se lo llama proceso de confirmación, y es clave para que la economía mental del cerebro siga funcionando.

Hacemos un esfuerzo, además, para creer que nuestro pensamiento es objetivo, que realmente DECIDIMOS sin ningún tipo de anclaje previo. Pero no, el cerebro elegirá cuidadosamente la información que tiene alrededor para que esa creencia anterior sea confirmada e interpretada como verdad. Exacto: nuestras creencias no solo nos limitan, sino que además nos hacen cometer diariamente terribles injusticias.

En los ámbitos de las decisiones que tomamos, también tenemos, por ejemplo, los componentes afectivos o emocionales que tienen los sesgos. Lamentablemente, el cerebro responde, de forma premeditada a ciertos estímulos que condicionan no solo nuestro pensamiento sino cómo nos sentimos y nos comportamos. No, no somos robots preprogramados, pero el cambio nos cuesta más de lo que creemos.

Los sesgos de género son el recorte que saca a la luz un mundo estereotipado y entendido en rosas y celestes, un mundo que divide lo que les corresponde a los nenes y lo que nos corresponde a las nenas. Los estereotipos nos han definido para lo que somos buenas y buenos y para lo que no, y el comportamiento de las personas nos ha llevado a través de los sesgos a estos lugares tradicionales.

A partir de esta mirada en la que nos han educado, percibimos el todo, y lamentablemente reproducimos también esa matriz o plantilla que moldea nuestro pensamiento a prior. Por ejemplo, cuando un docente cree que las niñas de primaria son mejores en lengua que en matemáticas porque nota que verbalizan más sus vivencias, o que son más histriónicas porque bailan en los recreos escolares, su mirada recortada no logra ver que las niñas aprenden en la industrias cultural cómo tienen que expresarse e incluso moverse, y no por eso hay algo a prior de un potencial biológico que nos define distintas de los varones en estas áreas, sino que sencillamente a los varones no se los educa desde chicos en esas habilidades.

Lo peligroso de los sesgos no es la información que manipulamos para que se adapte a nuestro preconcepto, sino la que dejamos por fuera. Por ejemplo, siguiendo con el ejemplo del docente, si alguna alumna se destaca en las matemáticas no le parecerá relevante, tratará el tema como excepción- es decir, no lo extrapolará a una habilidad que podrían tener las demás nenas- y hasta incluso ignorará apoyar a esa niña para que se siga destacando o avanzando en sus estudios formales.

El problema de los sesgos de género es que, además, han sido entendidos como algo del orden de la complementariedad dual. Si las mujeres son buenas para una cosa, los varones lo serán para lo contrario. Lo urgente es sin duda que los sesgos de género tienen que romper la barrera de la neurociencia, y popularizar el concepto para que entendamos con mayor claridad uno de los grandes obstáculos que enfrentamos en materia de desigualdad.

Cuando explico este tema, me gusta relacionarlo con las concepciones que las personas tienen de la astrología. En esta práctica, se le asigna a un signo características predeterminadas. Cuando alguien nos dice que es de ese signo, automáticamente buscamos información en el comportamiento de esa persona que nos confirme esta creencia previa.

[…] Se cree que, efectivamente, la acción cognitiva de estereotipar y sesgar nos ha ayudado en la adaptación durante la evolución humana, ya que nos permite tomar decisiones de forma rápida y precipitada ante eventuales amenazas o intuición de peligro, por encima de una reflexión exhaustiva de todas las variables involucradas, que nos llevaría muchísimo tiempo y una respuesta aletargada. Lo importante es entender que estos sesgos se producen gracias a la realización de atajos mentales, la influencia social, y las valoraciones propias sobre las motivaciones morales y emocionales. Esta, sin duda, es la estructura de cómo decidimos lo que decidimos.

(María Florencia Freijo. DECIDIDAS. Amor, sexo y dinero. Editorial Planeta. Barcelona. 2022)